viernes, 29 de junio de 2012

Salir de la crisis (II)


Decíamos en la anterior entrada que la única manera de salir de esta crisis con un mínimo de solvencia, con las garantías de no volver a caer en el pozo a los pocos años, es asumir que somos pobres, comportarnos como tales y, a partir de ahí, luchar para salir de esa situación, como lucharon nuestros abuelos y nuestros padres para colocarnos en la situación en la que hemos vivido estos años. ¿Podremos hacerlo? Yo creo que no.

Y creo que no podremos hacerlo porque nos falta una herramienta con la que sí contaron ellos, lo que nos ha dejado inermes a la hora de enfrentarnos a casi cualquier situación que nos podamos encontrar en la vida. Me refiero a la educación.

Evidentemente, no voy a decir (porque es mentira) que la educación en la época de nuestros abuelos estuviese más extendida que en la actualidad, ni que (a igualdad de capacidades) todos tuviesen las mismas oportunidades de estudiar. Afortunadamente, en ese aspecto hemos mejorado mucho. Pero sí estoy convencido de que, comparativamente, la calidad de la enseñanza hace cincuenta o sesenta años estaba muy por encima de la actual, sin tener internet, medios audiovisuales, ni, muchas veces, libros o incluso cuadernos.

Hoy, sin embargo, me da la impresión de que no importa tanto la calidad de la enseñanza impartida como que esta enseñanza llegue a todo el mundo. Sé que este propósito es muy loable, pero convertir el sistema educativo en una especie de sistema de estabulación de niños-adolescentes-jóvenes, hasta una edad cada vez mayor, con el único objetivo de retrasar su incorporación al mundo laboral y que no nos disparen las cifras de paro, no puede tener sino efectos devastadores sobre la economía y la sociedad en su conjunto.

A mi entender, sólo existen dos formas de triunfar en la vida y, a la vez, hacer que el resto de la sociedad triunfe también: el conocimiento y el esfuerzo. Desafortunadamente, ambos están desapareciendo a pasos agigantados de nuestro sistema educativo: con el único objetivo de que nadie quede desplazado y homogeneizar así a los alumnos se reduce la exigencia del sistema, con lo que los conocimientos adquiridos son mínimos, y el esfuerzo necesario para conseguirlos se minimiza también. Si a eso añadimos una cultura en la que se exacerban los derechos que tienen los jóvenes, estaremos inculcando en ellos la convicción de que pueden vivir indefinidamente de sus padres hasta que el Estado les proporcione un método alternativo de vida.

Es triste, pero, en la vida, la igualdad no existe. Ni debería existir tampoco. Vamos a tratar de evitar el topicazo de que los hijos de los ricos lo tienen más fácil para llegar a tener la vida resuelta. Probablemente es cierto, pero, entonces, el deber de la sociedad es dar a los hijos de los menos ricos la posibilidad de competir contra ello. Y no se consigue, desde luego, dando una plaza gratuita en la Universidad a todo hijo de vecino. Si todo el mundo tiene un título universitario, pagado con el dinero del contribuyente y sobrefinanciado con becas públicas, quien conseguirá finalmente destacar sobre el resto será aquel que haya realizado un doctorado o un master, es decir, quien tenga dinero para pagarlo.

Conocimiento y esfuerzo. Finalmente, los que triunfarán en la vida serán, por un lado, aquellos que tengan la capacidad intelectual de ocupar un puesto muy especializado que aporte un gran valor a la sociedad, y por otro, los que tengan una gran capacidad de trabajo que sea, además, convenientemente recompensada, tanto si es un asalariado como un empresario. Aquellos que, además, combinen estas dos capacidades se podrían convertir en los grandes creadores de nuestra sociedad.

Para esto sólo es necesario que aquellos que tengan la capacidad de estudiar vean despejado su camino, y aquellos que no la tienen, encuentren una vía alternativa. No se trata de una dicotomía entre listos y tontos, ni entre pobres y ricos. Lo que no tiene ningún sentido es que alguien quiera montar una industria y no pueda hacerlo porque en España faltan maestros torneros; mientras alguien que podía haber aprendido ese oficio y haberse labrado un futuro desperdició sus mejores años en una universidad pública para obtener con mucho sufrimiento un título que no le sirve para nada, y que le ha condenado a la cola del paro, porque lo que se necesita en España son torneros, y no biólogos.

Y mientras la forma de entender la educación en España no cambie, seguiremos condenados a vivir del dinero de los demás.

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