Después de cinco años de
tribulación económica (sí, yo soy de los que piensan que esta
crisis comenzó en agosto de 2007) muchos comienzan a asumir esta
situación como permanente. Llevan tanto tiempo diciéndonos que se
comienza a ver la luz al final del túnel que es legítimo pensar que
se trata, en realidad, de un tren que viene hacia nosotros. Y lo peor
de todo es que ninguna de las soluciones propuestas parece tener la
más mínima capacidad para, si no solucionar, por lo menos aliviar
la situación que vivimos.
A esto, yo añadiría la
incapacidad que están mostrando todos los organismos (públicos o
privados) de prever el desarrollo de la crisis, con lo que, a falta
de diagnósticos certeros, no es previsible que se puedan desarrollar
soluciones eficaces, ni de que este tipo de situaciones se puedan
prevenir en el futuro. Por lo que parece, las perspectivas no son
nada halagüeñas.
Pero saldremos de ésta. Seguro.
Si el mundo occidental fue capaz de salir de la recesión del 29 tras
haber tirado a la basura miles de millones de dólares y haberse
embarcado en una guerra total de cinco años, no cabe duda de que hoy
en día, con una economía más globalizada y sin la perspectiva
cercana de una gran guerra, acabaremos por salir adelante de nuevo.
Cuestión aparte es determinar en
qué condiciones saldremos adelante. Lamentablemente, todo apunta a
que el peso de los distintos estados crecerá más todavía, incluso
en aquellos países tradicionalmente más recelosos de su control; la
intervención los sistemas financieros será aún mayor y la
planificación pública de grandes áreas de la economía dejará
cada vez menos lugar a la iniciativa privada. Estamos abocados a una
nueva crisis (probablemente de mayor intensidad que la actual), pero
ese es un toro que tendremos que lidiar en su momento; ahora debemos
centrar nuestra atención en estoquear al morlaco que lleva cinco
años dándonos topetazos.
Como ya he comentado arriba,
estoy completamente convencido de que, salir, saldremos de la crisis.
La cuestión ahora es averiguar las condiciones en las que estaremos
cuando salgamos de ella. Algunos países, que partían en unas
condiciones evidentemente más ventajosas que nosotros, han vuelto
casi a la normalidad, y si no están ya completamente recuperados, es
únicamente porque tienen que dedicar una cantidad ingente de sus
recursos a sostener a otros países que quieren seguir viviendo como
hasta hace cinco años.
El caso de España (y en muchos
aspectos también el de Grecia) es preocupante, ya que existe una
línea roja que mucha gente (y la mayor parte del espectro político)
no está dispuesta a cruzar: los derechos adquiridos (o
conquistados). Lo estamos comprobando estos días con las protestas
de los mineros. El Gobierno se comprometió en su día a mantener una
minería del carbón obsoleta y que producía un material de ínfima
calidad obligando a las eléctricas a que comprasen, preferentemente,
carbón nacional. Luego llegó el fantasma del calentamiento global y
se redujo al mínimo el consumo de carbón, aunque se mantuvo la
extracción a base de subvenciones. Hoy se intenta eliminar una
actividad ruinosa y de la que no se saca ningún tipo de provecho y
los mineros montan una revolución porque en diez años no han sido
capaces de buscar una alternativa al carbón para ganarse la vida.
Como sus abuelos morían en la mina, se han ganado el derecho de
mantener un puesto de trabajo hereditario sufragado por el estado
para ellos y sus descendientes.
Pero no hay dinero para esos
derechos adquiridos. Las cosas que dábamos por hechas hasta antes de
ayer hoy son lujos inmantenibles. Sé que este concepto puede crear
mucha polémica, pero, al igual que son lujos un aeropuerto
internacional en cada pueblo o una línea de alta velocidad a diez
minutos de cada casa, también lo son habitaciones individuales en
todos los hospitales, un ordenador para cada alumno o becas de
estudios para los que no son capaces de sacar más de un cinco y
medio.
Somos pobres. Debemos admitirlo.
Hemos estado viviendo como nuevos ricos porque pudimos ir engañando
a los ricos de verdad, que se creyeron que estaban financiando
nuestro desarrollo futuro, cuando sólo estaban alimentando nuestra
ansia por aparentar lo que no somos.
Somos pobres. Y debemos volver a
comportarnos como tales si queremos salir del hoyo; debemos volver a
las listas de espera en la sanidad, a las aulas con cuarenta alumnos,
a las calles mal asfaltadas, al transporte público (más)
masificado… Porque debemos aprender a vivir con la riqueza que
seamos capaces de producir, ya que ésa es la única forma de
incentivarnos a producir más.
Cuando lleguemos a ese punto,
cuando la gente comience a valorar más un puesto de trabajo que un
concierto “gratuito” de David Bisbal; cuando la gente comience a
darse cuenta de que no es moral utilizar los impuestos para cavar
zanjas con el único objetivo de llenarlas luego de tierra; cuando se
llegue a la conclusión de cualquier trabajo es honroso siempre que
no sea ilegal… en ese momento estaremos en condiciones de comenzar
nuestra propia recuperación, y podremos plantearnos la posibilidad
de ser, de verdad, ricos.
¿El panorama es desolador? Desde
luego. Pero es que hay, además, otro problema que puede poner en
peligro, incluso, esta posibilidad. Lo veremos en el siguiente post.
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