Decíamos en la anterior entrada
que la única manera de salir de esta crisis con un mínimo de
solvencia, con las garantías de no volver a caer en el pozo a los
pocos años, es asumir que somos pobres, comportarnos como tales y, a
partir de ahí, luchar para salir de esa situación, como lucharon
nuestros abuelos y nuestros padres para colocarnos en la situación
en la que hemos vivido estos años. ¿Podremos hacerlo? Yo creo que
no.
Y creo que no podremos hacerlo
porque nos falta una herramienta con la que sí contaron ellos, lo
que nos ha dejado inermes a la hora de enfrentarnos a casi cualquier
situación que nos podamos encontrar en la vida. Me refiero a la
educación.
Evidentemente, no voy a decir
(porque es mentira) que la educación en la época de nuestros
abuelos estuviese más extendida que en la actualidad, ni que (a
igualdad de capacidades) todos tuviesen las mismas oportunidades de
estudiar. Afortunadamente, en ese aspecto hemos mejorado mucho. Pero
sí estoy convencido de que, comparativamente, la calidad de la
enseñanza hace cincuenta o sesenta años estaba muy por encima de la
actual, sin tener internet, medios audiovisuales, ni, muchas veces,
libros o incluso cuadernos.
Hoy, sin embargo, me da la
impresión de que no importa tanto la calidad de la enseñanza
impartida como que esta enseñanza llegue a todo el mundo. Sé que
este propósito es muy loable, pero convertir el sistema educativo en
una especie de sistema de estabulación de
niños-adolescentes-jóvenes, hasta una edad cada vez mayor, con el
único objetivo de retrasar su incorporación al mundo laboral y que
no nos disparen las cifras de paro, no puede tener sino efectos
devastadores sobre la economía y la sociedad en su conjunto.
A mi entender, sólo existen dos
formas de triunfar en la vida y, a la vez, hacer que el resto de la
sociedad triunfe también: el conocimiento y el esfuerzo.
Desafortunadamente, ambos están desapareciendo a pasos agigantados
de nuestro sistema educativo: con el único objetivo de que nadie
quede desplazado y homogeneizar así a los alumnos se reduce la
exigencia del sistema, con lo que los conocimientos adquiridos son
mínimos, y el esfuerzo necesario para conseguirlos se minimiza
también. Si a eso añadimos una cultura en la que se exacerban los
derechos que tienen los jóvenes, estaremos inculcando en ellos la
convicción de que pueden vivir indefinidamente de sus padres hasta
que el Estado les proporcione un método alternativo de vida.
Es triste, pero, en la vida, la
igualdad no existe. Ni debería existir tampoco. Vamos a tratar de
evitar el topicazo de que los hijos de los ricos lo tienen más fácil
para llegar a tener la vida resuelta. Probablemente es cierto, pero,
entonces, el deber de la sociedad es dar a los hijos de los menos
ricos la posibilidad de competir contra ello. Y no se consigue, desde
luego, dando una plaza gratuita en la Universidad a todo hijo de
vecino. Si todo el mundo tiene un título universitario, pagado con
el dinero del contribuyente y sobrefinanciado con becas públicas,
quien conseguirá finalmente destacar sobre el resto será aquel que
haya realizado un doctorado o un master, es decir, quien tenga dinero
para pagarlo.
Conocimiento y esfuerzo.
Finalmente, los que triunfarán en la vida serán, por un lado,
aquellos que tengan la capacidad intelectual de ocupar un puesto muy
especializado que aporte un gran valor a la sociedad, y por otro, los
que tengan una gran capacidad de trabajo que sea, además,
convenientemente recompensada, tanto si es un asalariado como un
empresario. Aquellos que, además, combinen estas dos capacidades se
podrían convertir en los grandes creadores de nuestra sociedad.
Para esto sólo es necesario que
aquellos que tengan la capacidad de estudiar vean despejado su
camino, y aquellos que no la tienen, encuentren una vía alternativa.
No se trata de una dicotomía entre listos y tontos, ni entre pobres
y ricos. Lo que no tiene ningún sentido es que alguien quiera montar
una industria y no pueda hacerlo porque en España faltan maestros
torneros; mientras alguien que podía haber aprendido ese oficio y
haberse labrado un futuro desperdició sus mejores años en una
universidad pública para obtener con mucho sufrimiento un título
que no le sirve para nada, y que le ha condenado a la cola del paro,
porque lo que se necesita en España son torneros, y no biólogos.
Y mientras la forma de entender
la educación en España no cambie, seguiremos condenados a vivir del
dinero de los demás.