"He visto cosas que nunca creeríais: atacar naves en llamas sobre el hombro de Orión; he visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de las puertas de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como las lágrimas en la lluvia. Es hora de morir…"
De lo que Roy (el novedoso replicante Nexus 6) se lamentaba, en su agonía, era de la terrible injusticia de la finitud de su propia vida. Consciente de que fue creado con una fecha de caducidad, fija, inamovible, pero desconocida, se angustiaba hasta el punto de malgastar los últimos momentos de su existencia en buscar a su creador a la espera de respuestas.
¿Qué respuestas buscaba el replicante? Ni siquiera él lo sabía. Conocer por anticipado la fecha del fin de su existencia no cambiaría en nada el hecho de que debe morir, por lo que conocer el momento sólo serviría para aumentar su angustia. ¿Qué buscaba, entonces, en su creador? ¿Qué podía ofrecerle en sus postreros momentos? No podía reconfortarlo, no podía ofrecerle ningún consuelo ante la perspectiva de dar el salto definitivo a la vacuidad.
No; Roy no buscaba respuestas: Roy quería matar a su padre; hacerle pagar por el crimen de haberlo hecho imperfecto: tan superior en todos los aspectos a los humanos… pero con la certeza de su propia destrucción pendiendo sobre su cabeza como una Espada de Damocles.
Era injusto. Él no podía desaparecer; él había visto cosas que nadie creería, cosas que no podían desaparecer en mitad de la noche como un chispazo de luz. Alguien tenía que pagar por tal vileza: su creador debía morir con él.
Lo que Roy nunca pudo entender es que él, de la misma forma que el resto de los replicantes, no era especial en absoluto. De la misma forma que él, todos hemos visto cosas que los demás no creerían; todos tenemos nuestro bagaje de cosas maravillosas que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia; porque incluso las maravillas que hemos conseguido transmitir a los demás han anidado en nosotros de una manera única e irrepetible, de una manera que se perderá irremediablemente cuando entreguemos nuestro último aliento.
Nosotros también tenemos nuestra fecha de caducidad, fija, inamovible, pero desconocida. Nosotros también nos encaminamos, paso a paso, hacia ese punto en el que deberemos ceder el sitio a los que vienen detrás, para darles la oportunidad de ver sus propias cosas maravillosas, cosas que los demás nunca creerían. Y, al igual que hacían los replicantes, esa incertidumbre, esa angustia, nos impele a buscar a nuestro Creador en busca de respuestas. ¿Qué respuestas?
Ni siquiera nosotros lo sabemos. Saber el día de nuestro fin no cambiaría el hecho de tener que dar el salto a la inmensidad. El miedo ante lo desconocido se une al hecho de la indignación por nuestra propia pérdida, y, al igual que los replicantes, buscamos la muerte de nuestro Creador, para castigarlo por tan gran injusticia. Y una vez que ha muerto, una vez que nos hemos asegurado de estar solos en nuestra existencia, asumimos que nada cambia el hecho de que hemos sido creados con fecha de caducidad, y que ahora no hay nadie a quien podamos pedir explicaciones.
Roy terminó sus días angustiado porque había acabado con la única persona que podía haberle dado alguna pista acerca del sentido de su vida y de su muerte. Murió solo, porque no pudo aceptar que las vidas que dejaba atrás valían, al menos, tanto como la suya. Y murió aborrecido por los demás, porque su propio endiosamiento, tras haber matado a su padre, le hizo aceptar que podía disponer de la vida de los demás para aplacar su rabia y ocultar su impotencia.
A lo mejor no es tan mala idea aceptar que nuestro Creador se encuentra, en realidad, al otro lado, donde podremos obtener las respuestas a las preguntas que aún no conocemos, mientras esperamos, despreocupados, a que llegue esa fecha de caducidad que nadie en este mundo conoce.
Al final, todo aquel que se considera a sí mismo un dios, cuando se enfrenta a su propia insignificancia, descubre que no pasa de ser un vil demonio.
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