martes, 11 de octubre de 2011

Replicante

"He visto cosas que nunca creeríais: atacar naves en llamas sobre el hombro de Orión; he visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de las puertas de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como las lágrimas en la lluvia. Es hora de morir…"

De lo que Roy (el novedoso replicante Nexus 6) se lamentaba, en su agonía, era de la terrible injusticia de la finitud de su propia vida. Consciente de que fue creado con una fecha de caducidad, fija, inamovible, pero desconocida, se angustiaba hasta el punto de malgastar los últimos momentos de su existencia en buscar a su creador a la espera de respuestas.

¿Qué respuestas buscaba el replicante? Ni siquiera él lo sabía. Conocer por anticipado la fecha del fin de su existencia no cambiaría en nada el hecho de que debe morir, por lo que conocer el momento sólo serviría para aumentar su angustia. ¿Qué buscaba, entonces, en su creador? ¿Qué podía ofrecerle en sus postreros momentos? No podía reconfortarlo, no podía ofrecerle ningún consuelo ante la perspectiva de dar el salto definitivo a la vacuidad.

No; Roy no buscaba respuestas: Roy quería matar a su padre; hacerle pagar por el crimen de haberlo hecho imperfecto: tan superior en todos los aspectos a los humanos… pero con la certeza de su propia destrucción pendiendo sobre su cabeza como una Espada de Damocles.

Era injusto. Él no podía desaparecer; él había visto cosas que nadie creería, cosas que no podían desaparecer en mitad de la noche como un chispazo de luz. Alguien tenía que pagar por tal vileza: su creador debía morir con él.

Lo que Roy nunca pudo entender es que él, de la misma forma que el resto de los replicantes, no era especial en absoluto. De la misma forma que él, todos hemos visto cosas que los demás no creerían; todos tenemos nuestro bagaje de cosas maravillosas que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia; porque incluso las maravillas que hemos conseguido transmitir a los demás han anidado en nosotros de una manera única e irrepetible, de una manera que se perderá irremediablemente cuando entreguemos nuestro último aliento.

Nosotros también tenemos nuestra fecha de caducidad, fija, inamovible, pero desconocida. Nosotros también nos encaminamos, paso a paso, hacia ese punto en el que deberemos ceder el sitio a los que vienen detrás, para darles la oportunidad de ver sus propias cosas maravillosas, cosas que los demás nunca creerían. Y, al igual que hacían los replicantes, esa incertidumbre, esa angustia, nos impele a buscar a nuestro Creador en busca de respuestas. ¿Qué respuestas?

Ni siquiera nosotros lo sabemos. Saber el día de nuestro fin no cambiaría el hecho de tener que dar el salto a la inmensidad. El miedo ante lo desconocido se une al hecho de la indignación por nuestra propia pérdida, y, al igual que los replicantes, buscamos la muerte de nuestro Creador, para castigarlo por tan gran injusticia. Y una vez que ha muerto, una vez que nos hemos asegurado de estar solos en nuestra existencia, asumimos que nada cambia el hecho de que hemos sido creados con fecha de caducidad, y que ahora no hay nadie a quien podamos pedir explicaciones.

Roy terminó sus días angustiado porque había acabado con la única persona que podía haberle dado alguna pista acerca del sentido de su vida y de su muerte. Murió solo, porque no pudo aceptar que las vidas que dejaba atrás valían, al menos, tanto como la suya. Y murió aborrecido por los demás, porque su propio endiosamiento, tras haber matado a su padre, le hizo aceptar que podía disponer de la vida de los demás para aplacar su rabia y ocultar su impotencia.

A lo mejor no es tan mala idea aceptar que nuestro Creador se encuentra, en realidad, al otro lado, donde podremos obtener las respuestas a las preguntas que aún no conocemos, mientras esperamos, despreocupados, a que llegue esa fecha de caducidad que nadie en este mundo conoce.

Al final, todo aquel que se considera a sí mismo un dios, cuando se enfrenta a su propia insignificancia, descubre que no pasa de ser un vil demonio.

lunes, 3 de octubre de 2011

Patrimonio

Cuando la economía decide no darnos un respiro; cuando la gente tiene verdaderos problemas para llegar a fin de mes y todo gasto parece superfluo, tenemos tendencia a volver los ojos hacia arriba, contemplar a los que están algo mejor que nosotros, y exclamar ¡no es justo!

No es justo que, mientras que yo no puedo comprar la comida que me gustaría, o no puedo hacer frente a mi préstamo hipotecario, o directamente he perdido el piso, otros se compren un coche nuevo, o se vayan de vacaciones, o lleven a sus hijos a un colegio de pago.

Por eso, es de justicia que, mientras que las cosas no vayan bien, los que más tienen hagan un esfuerzo y contribuyan a que los más desfavorecidos puedan salir de esa situación. Para ello, el Gobierno ha decidido “rescatar” el Impuesto de Patrimonio, para recaudar un 1% de las grandes fortunas. De esta forma, se obtendrán mil millones de euros, que se dedicarán a la creación de empleo.

¿Y quiénes son los que más tienen? ¿Quiénes son esas grandes fortunas que se sacrificarán por los más necesitados? Amancio Ortega, Isidoro Álvarez, Tita Cervera, Cayetana Fitz-James, Florentino Pérez… Todos esos ricos asquerosos que han amasado su fortuna explotando al trabajador, especulando con el dinero de todos o a base de pelotazos urbanísticos.

Pero con esta gente no se llega a lo que se necesita recaudar. Hay que aplicar el impuesto a otros que no tienen tanto… pero que aun así, siguen teniendo mucho. 700.000 euros es un fortunón que ya lo quisieran muchos, así que ése es el límite a partir del cual uno es lo suficientemente rico como para ser considerado un rico asqueroso.

Pero, ¿son realmente descabellados los patrimonios de un millón de euros (descontando los primeros 300.000 de la vivienda habitual, que están exentos)?

Un matrimonio que conozco entraría dentro de esta categoría. La verdad es que no les ha ido mal en la vida: él ha tenido un buen puesto en una gran empresa de informática, hasta que se jubiló; ella viene de una familia de la alta burguesía vasca, por la cual tiene participaciones en una empresa siderúrgica de Bilbao, que le ha ido dando unas rentas aceptables.

Estas dos entradas de dinero les han permitido vivir acomodadamente. Sin grandes lujos: no tienen un Ferrari, sino un Mondeo; no veranean en la Costa Azul, sino en Gandía; no tienen un lujoso yate en Marbella, ni tan siquiera un pequeño fueraborda. Eso sí, tienen un buen piso en una zona céntrica de Madrid, y un chalet de capricho en una urbanización nada exclusiva de la Sierra Oeste.

Pero hace unos años, él se jubila, y el sueldo que acostumbraba a llevar a casa se ve drásticamente reducido. Además, hace aparición la crisis, y una serie de inversiones erróneas realizadas por la siderúrgica hace que quiebre, con lo que se acaban también las rentas. En ese momento, es prioritario cancelar todos los gastos superfluos, pero el chalet de la Sierra es un saco sin fondo que se come todos los ahorros; hay que venderlo como sea, pero, debido a la crisis, lo que se ofrece por él ni siquiera pagaría la hipoteca. Están en un serio aprieto…

Entonces llega Rubalcaba y decide que, al tener dos inmuebles con un valor catastral de alrededor de un millón de euros cada uno, forman parte de esa casta privilegiada que vive a cuerpo de rey y a la que hay que sangrar para recaudar más y alimentar a la insaciable máquina de gastar que es el Estado.

Afortunadamente para esta historia, en la Comunidad de Madrid no se aplicará el nuevo viejo impuesto. De haber sido de otra forma, este matrimonio habría tenido que pagar un total de veinte mil euros (y otros veinte mil el año que viene); un total de casi ocho millones de pesetas de los que, en este momento, no disponen.

¿Qué opciones les quedarían en el caso contrario? Vender el chalet; con urgencia, a cualquier precio, asumiendo una minusvalía de aproximadamente 400.000 euros, quedándose con una hipoteca millonaria por un inmueble que ya no poseen, y procurando gastar el dinero obtenido, para que no compute como patrimonio el año que viene.

De esta forma, un impuesto diseñado para recaudar 40.000 euros ha tenido el efecto de disminuir su patrimonio en 400.000. ¿Un 1%? El que quiera que haga las cuentas y llegue a sus propias conclusiones.

Mientras tanto, Amancio Ortega, Isidoro Álvarez, Tita Cervera, Cayetana Fitz-James y Florentino Pérez tienen su patrimonio convenientemente blindado, a nombre de sus empresas o de sociedades varias, cuando no se les aplican deducciones por los motivos más peregrinos.

Al final, señor Rubalcaba, los impuestos los pagan siempre los mismos. Lo que tiene que hacer antes de aumentarlos… es dejar de gastar.

Como hacemos todos.