Tal día como hoy, hace treinta años, el gobierno de Adolfo Suárez tomó una decisión que probablemente cambió el rumbo de la historia en España: la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Era el último gran partido histórico que quedaba por ser legalizado después de que dos meses antes lo hiciesen el resto de los partidos. La excusa fue el atraer al juego democrático al partido que probablemente más hizo por traer la democracia, ya que, según Suárez, una democracia que no contase con el PCE nacería coja y sin asomo de legitimidad.
Sin embargo, habría que ver qué parte de verdad tienen esas afirmaciones. Es bien cierto que el PCE fue, probablemente, el único partido que desarrolló un antifranquismo militante durante los años del régimen de Franco, pero también es bien cierto que, a no ser que le contagiaran la neumonía, poco tuvieron que ver con su muerte, y, por lo tanto, con el cambio de régimen. Es también bien cierto que su oposición al régimen de Franco se basó en suministrar grandes cantidades de dinero a un grupo terrorista (el maquis) que nunca pasó de ser una mosca cojonera, y, tras su fracaso, a otro grupo terrorista (ETA) mientras sus dirigentes vivían a cuerpo de rey en París (Carrillo) y Moscú (Ibarruri) con dinero soviético. Y no es menos cierto que su oposición al régimen de Franco nunca fue democrática, ya que en su ideario sólo tenía cabida la creación de una dictadura del estilo de Polonia, Rumanía, Corea del Norte...
De todas formas, con una base social en España que quería derrocar a Franco pero que vivía demasiado bien como para intentarlo, y una cúpula directiva en el exilio viviendo a cuerpo de rey a costa de Dios sabe qué presupuestos, la oposición a Franco en los últimos años de dictadura no pasó de algunas algaradas universitarias y alguna que otra huelga permitida por el gobierno. Así, además, se llegó al esperpento de algún alto responsable comunista intentando por todos los medios ser detenido y encarcelado en Carabanchel, pues Franco se moría y no había pasado ni diez minutos detenido, y con ese bagaje no podía presentarse como luchador por la libertad.
Ese fue el partido que Suárez decidió legalizar a toda costa. Con el objeto de legitimar la transición, a punto estuvo de tirar la transición por la borda. Según sus propias palabras "Ni soy comunista ni estoy de acuerdo con ninguna de sus ideas, pero soy profundamente demócrata". El problema es que el partido con el que estaba tratando no lo era. No podía serlo un partido que tenía entre sus dirigentes a alguien que vivía en Moscú con un sueldo del KGB y a alguien que nunca ha ocultado su profunda admiración por Nicolae Ceaucescu.
Se nos vendió, de todas formas, la legalización como un juego de estrategia por el cual, gracias a una serie de cesiones mutuas se atraía al PCE a un juego democrático en que nunca creyó y que siempre intentó destruir. Así, el Estado olvidó todos los crímenes cometidos por los comunistas, tratándolos a todos como presos políticos; daba igual los asesinatos que tuvieran a sus espaldas. A cambio el PCE aceptaba la monarquía parlamentaria y renunciaba a la bandera tricolor, para aceptar la enseña nacional. ¡Vaya intercambio de concesiones!
Hoy todo el mundo alaba la visión de estado que tuvieron Santiago Carrillo y Dolores Ibarruri para conseguir una transición sin traumas. Supongo que no consideran traumas los muertos y secuestrados proporcionados puntualmente por ETA, GRAPO, FRAP, EGPGC Terra Lliure, etc, avalados y justificados por los comunistas. Hoy tampoco nadie se acuerda de que, si poco se le pidió al PCE para ser ilegalizado (aceptación de la monarquía y de la bandera constitucional) hace ya mucho tiempo que rompió ese compromiso, ya que desde todos los estamentos comunistas no pasa un acto público en que no se recuerde su intención de destronar al Rey y proclamar la tercera república y en que queden proscritas las banderas españolas para exhibir únicamente las de la Segunda República.
Seguramente nadie considera hoy en día estos temas como algo relevante. Pero la cesión de todo un estado a las exigencias y chantajes de un partido político antisistema y terrorista para luego ser traicionado por él no es algo que ocurriese sólo en 1977. Hoy en día, al igual que Suárez suplicaba a Carrillo que aceptase la bandera nacional para ser legalizados, José Luis Rodríguez Zapatero suplica a Batasuna que condenen la violencia para acudir a las elecciones. Saben que serán traicionados, pero están dispuestos a dejar entrar en el juego democrático a quienes han repetido de todas las formas polibles que no creen en él.
Hace un par de días, Gaspar Llamazares declaró que la transición española se había basado en el perdón y en el olvido, y que aunque el perdón era imprescindible, el olvido había sido un error. Por una vez estoy de acuerdo con Llamazares. El olvido ha hecho que perdamos de vista quiénes eran en realidad los partidos que se han autoadjudicado los carnets de demócrata. Son los mismos que quieren deshacer la transición para comenzar una nueva transición a su medida, eso sí, cometiendo los mismos errores: ayer con el PCE, hoy con Batasuna.
Sin embargo, habría que ver qué parte de verdad tienen esas afirmaciones. Es bien cierto que el PCE fue, probablemente, el único partido que desarrolló un antifranquismo militante durante los años del régimen de Franco, pero también es bien cierto que, a no ser que le contagiaran la neumonía, poco tuvieron que ver con su muerte, y, por lo tanto, con el cambio de régimen. Es también bien cierto que su oposición al régimen de Franco se basó en suministrar grandes cantidades de dinero a un grupo terrorista (el maquis) que nunca pasó de ser una mosca cojonera, y, tras su fracaso, a otro grupo terrorista (ETA) mientras sus dirigentes vivían a cuerpo de rey en París (Carrillo) y Moscú (Ibarruri) con dinero soviético. Y no es menos cierto que su oposición al régimen de Franco nunca fue democrática, ya que en su ideario sólo tenía cabida la creación de una dictadura del estilo de Polonia, Rumanía, Corea del Norte...
De todas formas, con una base social en España que quería derrocar a Franco pero que vivía demasiado bien como para intentarlo, y una cúpula directiva en el exilio viviendo a cuerpo de rey a costa de Dios sabe qué presupuestos, la oposición a Franco en los últimos años de dictadura no pasó de algunas algaradas universitarias y alguna que otra huelga permitida por el gobierno. Así, además, se llegó al esperpento de algún alto responsable comunista intentando por todos los medios ser detenido y encarcelado en Carabanchel, pues Franco se moría y no había pasado ni diez minutos detenido, y con ese bagaje no podía presentarse como luchador por la libertad.
Ese fue el partido que Suárez decidió legalizar a toda costa. Con el objeto de legitimar la transición, a punto estuvo de tirar la transición por la borda. Según sus propias palabras "Ni soy comunista ni estoy de acuerdo con ninguna de sus ideas, pero soy profundamente demócrata". El problema es que el partido con el que estaba tratando no lo era. No podía serlo un partido que tenía entre sus dirigentes a alguien que vivía en Moscú con un sueldo del KGB y a alguien que nunca ha ocultado su profunda admiración por Nicolae Ceaucescu.
Se nos vendió, de todas formas, la legalización como un juego de estrategia por el cual, gracias a una serie de cesiones mutuas se atraía al PCE a un juego democrático en que nunca creyó y que siempre intentó destruir. Así, el Estado olvidó todos los crímenes cometidos por los comunistas, tratándolos a todos como presos políticos; daba igual los asesinatos que tuvieran a sus espaldas. A cambio el PCE aceptaba la monarquía parlamentaria y renunciaba a la bandera tricolor, para aceptar la enseña nacional. ¡Vaya intercambio de concesiones!
Hoy todo el mundo alaba la visión de estado que tuvieron Santiago Carrillo y Dolores Ibarruri para conseguir una transición sin traumas. Supongo que no consideran traumas los muertos y secuestrados proporcionados puntualmente por ETA, GRAPO, FRAP, EGPGC Terra Lliure, etc, avalados y justificados por los comunistas. Hoy tampoco nadie se acuerda de que, si poco se le pidió al PCE para ser ilegalizado (aceptación de la monarquía y de la bandera constitucional) hace ya mucho tiempo que rompió ese compromiso, ya que desde todos los estamentos comunistas no pasa un acto público en que no se recuerde su intención de destronar al Rey y proclamar la tercera república y en que queden proscritas las banderas españolas para exhibir únicamente las de la Segunda República.
Seguramente nadie considera hoy en día estos temas como algo relevante. Pero la cesión de todo un estado a las exigencias y chantajes de un partido político antisistema y terrorista para luego ser traicionado por él no es algo que ocurriese sólo en 1977. Hoy en día, al igual que Suárez suplicaba a Carrillo que aceptase la bandera nacional para ser legalizados, José Luis Rodríguez Zapatero suplica a Batasuna que condenen la violencia para acudir a las elecciones. Saben que serán traicionados, pero están dispuestos a dejar entrar en el juego democrático a quienes han repetido de todas las formas polibles que no creen en él.
Hace un par de días, Gaspar Llamazares declaró que la transición española se había basado en el perdón y en el olvido, y que aunque el perdón era imprescindible, el olvido había sido un error. Por una vez estoy de acuerdo con Llamazares. El olvido ha hecho que perdamos de vista quiénes eran en realidad los partidos que se han autoadjudicado los carnets de demócrata. Son los mismos que quieren deshacer la transición para comenzar una nueva transición a su medida, eso sí, cometiendo los mismos errores: ayer con el PCE, hoy con Batasuna.
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